Mirta Saientz vivía de chica en San Martín con su
familia, conformada por su mamá, su papá, su hermano y
su hermana, Sara, con quien Mirta tenía un lazo profundo
y entrañable, que perduró por siempre. Fue una infancia
tranquila, repartida entre la escuela pública y la
escuela judía, Scholem Aleijem, donde nació su amor por
el idioma hebreo y por el Estado de Israel.
En 1967, cuando estalló la Guerra de los seis días,
Mirta viajó y se instaló en un kibutz para sentirse
parte de un acontecimiento histórico, y aunque no
prosperó la idea de inmigrar y radicarse definitivamente
allí, sentía una admiración enorme por Israel.
Tanto es así que a pocos días del atentado, el 23 de
marzo de 1992, su madre le escribió al embajador Ithzak
Shefi una carta, reconociéndole, pese a la inmensa
congoja, la oportunidad que Mirta tuvo de trabajar a su
lado en una institución que tanto orgullo le daba. En
palabras de su madre: “Le hago llegar estas líneas (...)
para agradecerle el haber contribuido a que la vida de
mi hija Mirta, en el tiempo de su misión en la
Argentina, haya sido más feliz. Siempre hablaba de Usted
de lo humano, solidario, gentil que era. (...) Yo perdí
una hija, y usted perdió una familia, ya que todos eran
su familia. Que Di’s le dé salud y fuerza por muchos
años para seguir con su trabajo…”
Lectora ávida, curiosa, siempre estaba informada e
interesada por el universo que la rodeaba. Mirta era una
mujer atenta, se ocupaba de todo el mundo, del bienestar
de los otros, de sus padres, sus familiares, sus
compañeros. Nunca olvidaba un cumpleaños, un compromiso,
era muy responsable y ponía mucho empeño en su trabajo.
Era el tipo de persona que lleva encima dos lapiceras,
una para ella y otra extra, por si alguien llegaba a
necesitarla. O de la nada, podía diseñar un disfraz para
los más chicos de la familia, desplegando toda su
creatividad y talento, con tal de verlos felices.
Su hermana Sara la recuerda como una hermana increíble,
una tía amorosa y presente, casi una madre para sus
sobrinas y sobrinos, especialmente para Débora, que la
adoraba con locura y con quien tenía una complicidad
especial. Su gran devoción era su hijo Pablo, a quien
crio sola con esfuerzo, pero también con mucho amor y
alegría. Lo que más le importaba en la vida era verlo
bien, que creciera con intereses, proyectos, que en el
futuro tuviera una familia hermosa y llena de afectos.
Aunque no vivió para verlo, los sueños de Mirta se
cumplieron y con creces.
Entrevista realizada a Sara Saientz (hermana de Mirta
Saientz), el 05/09/2022